Eduardo Galeano (Uruguay, 1940)
Fue
a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco. Yo me había
despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las
ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se
acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la
lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas
anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano
Súbitamente,
se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un
enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara
bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero
quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros
preferían loritos o lechuzas y no faltaban los que pedían un fantasma o
un dragón.
Y
entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba
más de un metro del suelo me mostró un reloj dibujado con tinta negra en
su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo.
-Y ¿anda bien? -le pregunté.
-Atrasa un poco -reconoció.
El libro de los abrazos (1989), Barcelona, RBA, 1995, pág. 22
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